América Latina frente a la guerra en Ucrania: condicionantes, transición de poder e ideología

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La invasión de Rusia a Ucrania sucede en un momento de profunda fragmentación política y económica que acelera el proceso de desintegración en América Latina y puede traer consecuencias para la estabilidad regional y la seguridad hemisférica.

Una característica común nos une y es la condición de países periféricos. En la periferia, los márgenes de acción en política exterior están atados a variables condicionantes tanto externas como internas. La crisis de Ucrania nos permite pensar en varias, pero me limitaré a una de cada naturaleza por esta ocasión: la transición de poder y la distancia ideológica entre gobiernos de la región. La primera, entendida como la pérdida de poder relativa de Estados Unidos y del orden liberal internacional y, en consecuencia, el retorno de la competencia entre grandes poderes; la segunda, entendida como la brecha que abre entre los gobernantes de la región el signo político de sus gobiernos, impidiendo el consenso sobre cuestiones clave de la agenda global y regional.

En una entrevista con CNN, Juan Gabriel Tokatlian sintetizó 3 elementos en los que operan estas variables: 1) en la diplomacia; 2) en la relación América Latina – OTAN; y 3) en la cuestión nuclear.

El primer reflejo de la fragmentación política -dice Tokatlian-, fue la heterogeneidad de las comunicaciones oficiales en el momento de la invasión rusa a Ucrania. En este punto las variables operan en simultáneo, revelando alineamientos antagónicos con las grandes potencias (Nicaragua, Bolivia y Venezuela, que tienen lazos estrechos con Rusia, se negaron a condenarla) y una respuesta descoordinada en cuanto a los conceptos expresados de los países que sí condenaron, que por diferencias ideológicas no logran consensuar posturas comunes ni expresarse a través de algún foro regional.

El segundo elemento está en el vínculo que tienen 3 países de la región con la OTAN y es donde la variable sistémica más influye. Argentina y Brasil son “aliados extra-OTAN” y no están comprometidos estratégicamente con el bloque; mientras que Colombia es un “socio global” que puede participar en obligaciones militares. Esto, para Tokatlian, genera un problema geopolítico hipotético en un contexto de relación recalcitrante entre Colombia y Venezuela, quien tiene lazos muy estrechos con la Federación Rusa. Agrego: la intensificación de la disputa de poder podría arrastrar a la región a alinearse militarmente de un lado o de otro.

El último punto es la cuestión nuclear, en la cual Argentina y Brasil están directamente involucradas por ser potencias nucleares con fines pacíficos y conformar conjuntamente el organismo de control ABACC. Si bien la región es parte del Tratado de Tlatelolco que prohíbe las armas nucleares en su territorio y es, según algunos analistas, una “zona de paz”, la amenaza de uso de armas nucleares de Putin podría involucrarnos directamente en una nueva era de proliferación.

El primer punto revela la incidencia de estas variables en la imagen internacional que proyecta la región: desorganizada, incoherente y distanciada. Los otros dos puntos están directamente vinculados con la estabilidad regional y pueden impactar en la seguridad hemisférica.

Hace tan solo unas semanas, los senadores estadounidenses Marco Rubio y Bob Menéndez, presentaron ante el Congreso un Proyecto de Ley bipartidista de Estrategia de Seguridad Hemisférica que “busca mejorar el compromiso de EE.UU. con nuestra región en un momento en que el impacto desestabilizador de los regímenes autoritarios y organizaciones criminales transnacionales -además de las actividades malignas de actores estatales como China y Rusia–presentan riesgos para la seguridad nacional de EE.UU”.

Este proyecto de ley no debería pasar desapercibido ni sin mencionar dos puntos que resultan preocupantes en la coyuntura: por un lado, podría amenazar con recalibrar el foco norteamericano con la región, que prometía ser de apoyo al desarrollo sostenible y traducirse en la Cumbre de las Américas a realizarse en junio y, ahora, podría nutrirse de una dosis militarista. No es menor aclarar que Colombia y México, los países de la región en los que Estados Unidos se ha involucrado directamente en cuestiones de seguridad, han militarizado su seguridad pública para combatir el narcotráfico y el crimen organizado a través de, por ejemplo, el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida, respectivamente. México, además, ha creado una Guardia Nacional para “pacificar al país”[1].

Por otro lado, recordemos que hablamos de una región que desde 2018 vive momentos agitados de descontento social. América Latina está en un proceso progresivo de militarización de su política interna, agudizado por la pandemia, que la disputa entre las grandes potencias y la invasión a Ucrania puede exacerbar. Muchos analistas ya han resaltado, con fundamento, que nuestros países deberían invertir más y mejor en sus sistemas de defensa. Por un lado, para proteger sus intereses de los designios de los grandes y, por el otro, porque el accionar ruso podría legitimar el uso de la fuerza para conseguir intereses en otras latitudes.

Sin embargo, este renovado interés por fortalecer los sistemas de defensa puede tener efectos nocivos en las percepciones de seguridad de países que ya no tienen instituciones de defensa comunes y que están cada vez más lejos de consensuar una visión compartida entre lo que definen como defensa y seguridad y lo que consideran una amenaza. Podría, incluso, empujarnos hacia una carrera armamentista en un contexto de fragmentación regional y tensión geopolítica global que puede motivar renovados dilemas de seguridad y hasta la revitalización de hipótesis de conflicto. La actualización de los sistemas de defensa tiene una razón de ser legítima y necesaria, pero para evitar estos riesgos, la mejor estrategia es armonizar un canal dual estratégico de diplomacia y defensa.

Buena parte de nuestra política exterior está atada a la estructura. Pero si le cedemos protagonismo a la ideología e ignoramos el efecto de la geopolítica y la disputa entre los grandes poderes en nuestra lógica de estabilidad regional, difícilmente podremos tener agencia dentro de los pocos márgenes de maniobra que el sistema nos permite.


[1]Hernández, G., & Romero-Arias, C.-A. (2019). La Guardia Nacional y la militarización de la seguridad pública en México. URVIO. Revista Latinoamericana De Estudios De Seguridad, (25), 87-106. https://doi.org/10.17141/urvio.25.2019.3995


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Agostina Dasso Martorell

Agostina Dasso es Licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad Torcuato di Tella y candidata a magíster en Política y Economía Internacional por la Universidad de San Andrés. Es docente en UTDT y trabaja temas de política exterior, seguridad internacional y relaciones civiles-militares en América Latina

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