Coordinar, la marcha del presente.

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13 de enero de 2021. San Pedro Sula, Honduras. Una ciudad de algo más de 700 mil habitantes ubicada al norte de Honduras. 250 personas se agrupan en el centro de la ciudad, se enlistan detrás de la bandera de las 5 estrellas y caminan. Caminarán mucho.

15 de enero de 2021. Misma ciudad, San Pedro Sula. Las mismas calles, y detrás de la misma bandera, 4.500 nuevas personas forman una hilera de personas para unirse a la que ya salió días atrás. ¿Su destino? Incierto. ¿Su voluntad? Llegar sanos y salvos a Estados Unidos, o al menos a la frontera norte de México. O a donde puedan, donde les de la energía de sus piernas y hasta donde la represión de los Estados lo permita.

¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué se lanzan a caminar cientos de kilómetros sin ningún tipo de seguridad, sin alimentos o medicinas? Estos hombres, mujeres, niñas, niños y otras identidades de género, forman parte de un fenómeno relativamente moderno de movilidad humana: las caravanas migrantes. Grupos de personas que cansadas de un presente asfixiante, y sin esperanzas de un futuro con respiro, se unen junto a otras tantas almas con el objeto de llegar a Estados Unidos, radicarse como migrantes y, en el mejor de los casos, alcanzar el sueño americano, o lo que quede de él.

Centroamérica es una región de culturas y civilizaciones milenarias, hogar de una gran diversidad en cuanto a fauna y flora y de millones de habitantes. También es -o fue- el objeto de pujas internacionales, peleas narcotraficantes y de grupos criminales organizados, de una clase política corrupta y un Estado por momentos doblegado y por otros cómplice del crimen. Centroamérica es compleja, es esa parte de nuestro continente latinoamericano que usualmente decidimos no mirar, ni pensar, pero que duele.

El fenómeno migratorio centroamericano es tan grande, tan profundo y tan importante, que las remesas en dólares que envían estas personas representan el 22% del PBI en El Salvador, el 20.3% en Honduras, el 11.8% en Guatemala y el 10.3 en Nicaragua [1] . Son, en muchos casos, la principal fuente de ingresos para las familias que se quedan y el principal activo en dólares de estos Estados.

Estas personas están marchando hacia Estados Unidos con la amenaza de saber que los Estados no quieren que transiten sus territorios. Con la policía guatemalteca ya reprimiéndolos y con la Guardia Nacional Mexicana desplegada en la frontera sur para actuar como contenedor. Hay esperanzas, es cierto, marchan por eso y porque tampoco tienen muchas otras posibilidades. El cambio de régimen en Estados Unidos, con la salida de Trump y la entrada de Biden, también les genera cierto anhelo. Biden no perteneció a un ejecutivo particularmente sensible con las y los migrantes, pero en esta oportunidad prometió que en los primeros 100 días pasaría una reforma migratoria amplia, sensible y basada en una mirada de Derechos Humanos [2]. Sus primeras horas en la oficina Oval ya muestran signos positivos. Hay esperanzas.

Además, y aunque suene duro, debemos ser claros: migrar en estas condiciones es potencialmente riesgoso, pero vivir en situaciones de extrema precariedad, vulnerabilidad y violencia constante como las que reinan en buena parte de Centroamérica es, de forma casi segura, una sentencia al sufrimiento constante. Las posibilidades son pocas y extremas. ¿Cuáles son las soluciones?

No vamos -sí, en plural, todos como región- a mejorar los problemas migratorios que nos convoca el presente y el futuro si no atacamos las causas de las migraciones. Podríamos, por un lado, repetir por ejemplo la historia de la Bolivia que en 1938 buscó prohibir que la gente emigre, pero este tipo de políticas, tan insensatas como incoherentes e insensibles, solo aumentan la criminazalición de quienes desean vivir y no sobrevivir. Mientras sigamos apostando a los balazos (¡sin si quiera preguntarnos dónde quedaron los abrazos que nos prometieron hace tan poco!) vamos a contribuir a que las cosas solo empeoren. Es cierto, este es un curso de acción posible. Claro, no es el deseable, o no para quienes estamos convencidos de que migrar es, por sobre todas las cosas, un derecho humano.

Tampoco creo que sea falta de experiencia sobre cómo manejarlo la que nos imposibilite encarar el asunto. No es la primera vez que hay personas centroamericanas migrando hacia otras regiones. Incluso más, en los 80s, cuando la crisis migratoria era marcadamente más preocupante en términos cuantitativos que el actual momento migratorio centroamericano, los Estados de Latinoamérica supieron dar una respuesta institucional, coordinada y humana: adoptamos la Convención de Cartagena con la cual ampliamos el significado de refugiado para que más personas, pero particularmente más centroamericanos, pudieran solicitarlo. Fuimos un ejemplo para el mundo, ampliamos cuando la norma decía que restringiéramos. Coordinamos cuando lo dictado era el sálvese quien pueda.

Por eso entonces es que para mí esto no es una quimera: si ya fuimos buenos, si ya fuimos capaces, ¿Por qué no podemos serlo de nuevo? ¿Por qué no apelamos a nuestra imaginación y humanidad para pensar soluciones conjuntas a problemas que tenemos de forma conjunta?

Yo me permito pensar en una región que vuelva a apostar en la coordinación. Una coordinación que vaya más allá de liderazgos personalistas o vientos de cola ideológicos y que enfrente los desafíos y las potencialidades -que tenemos muchas- de la región en conjunto. Una apuesta a la comunicación. Una comunicación entre los Estados y de cara a la gente, a los migrantes, para conocer sus intenciones, sus deseos, sus miedos y sus historias. Una apelación al cuidado. Al cuidado de nuestra gente, de nuestro pasado y de nuestro futuro. Si mezclamos estas tres Cs podemos pensar en soluciones reales a problemas complejos.

El junco se dobla, pero también se parte. Si no pensamos como región soluciones a las dichas migratorias centroamericanas, y, hay que mencionarlo, también venezolanas -2do mayor foco emigratorio del mundo-, no vamos a ser capaces de resolver nada. Las migraciones pueden tener efectos positivos. Pueden dinamizar la economía, aumentar la mano de obra, y mejorar las condiciones de los países de origen. Siempre y cuando sea ordenada, acompañada y contenida. Una contención que no puede sino ser a través de una mirada profundamente humana y esencialmente empática.

A estas alturas, con tanto camino recorrido, seguimos discutiendo cosas que parecen obvias: nuestros Estados latinoamericanos son en general grandes pero fofos, una especie de elefante con patines en sus pies. A esto, se suma que las problemáticas contemporáneas -y no tan contemporáneas- son difícilmente enfrentables y resolubles desde la individualidad de los Estados. Necesitamos más coordinación y no menos.

Actualmente, enfrentamos la mayor crisis humanitaria jamás vista en la región: Venezuela. Se suma una siempre convulsionada región centroamericana, el narcotráfico como problema real y continuo que no se tomó cuarentena, la trata de personas, el cambio climático y, claro, el coronavirus. A nuestros gobernantes debemos exigirles que promulguen la integración y la coordinación de acciones sin que esto signifique necesariamente la concreción de “la Patria Grande”. Solo porque debemos de una buena vez y para siempre comprender que no pudimos, que no podemos y que no vamos a poder resolver nada de todo lo anterior de forma individual. Trayendo al gran Escudé, es pensarnos a partir de nuestras limitaciones para comprender nuestras potencialidades. Esa es la clave.

El largo plazo no suele ser un lujo que nos demos en nuestra región y creo que por ello un poco han fallado los procesos de integración. Los hemos visto como objetivos con retornos a futuro. Quizás deberíamos cambiar el foco y comprender que en verdad se trata del presente. Ahora mismo hay 3.7 millones de venezolanos fuera de su país, 8 mil centroamericanos marchando, muchos de los países de la región no tienen acuerdos firmados para conseguir una vacuna y la mayoría no tiene capacidad para distribuirla en sus territorios. No hay planes reales contra el narcotráfico y la lista podría extenderse más, mucho más. Es nuestra vida y nuestra posibilidad de vivirla la que está en juego, no es la de nuestros nietos.


[1] Fuente: https://www.forbes.com.mx/centroamerica-y-rd-recibieron-28670-mdd-por-remesas-familiares-en-2018/

[2] Fuente: https://www.politico.com/news/2021/01/15/biden-immigration-plans-459766



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Esteban Scuzarello

Esteban Octavio Scuzarello es Licenciado en Estudios Internacionales por la Universidad Torcuato Di Tella. Estudió cuestiones relacionadas a migrantes y refugiadxs. Colaborada en el Centro de Estudios Política Internacional (CEPI) de la UBA.

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