La alteridad vence al odio

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El odio sólo es bueno cuando se mezcla con lo que odia”Camilo Blajaquis en La venganza del cordero atado

si sólo hay que suprimir el Mal, es que el Bien está sobreentendido”Jean-Paul Sartre enReflexiones sobre la cuestión judía

De tanto usar la palabra “odio” se ha banalizado su sentido. Toda reacción en un tono más alto de lo habitual que tenga lugar en el espacio público tiene su correlato con algún artículo periodístico sobre el odio. Hablamos sobre el odio como la nueva pasión triste protagonista de la política, como un conductor de la desinhibición, una pasión contagiosa a la que, desde el kirchnerismo, se le opuso el amor. Un odio que sigue juntando adeptos en todo el mundo y que muestra similitudes en sus respectivas movilizaciones. En el siguiente texto intentaré hacer un aporte para seguir pensando el fenómeno, algunas pistas y referencias pasadas y no tan pasadas que ocurrieron y siguen transformándose en nuestro país hasta la actualidad: ¿de dónde proviene el odio y qué resonancia construye con los sucesos de nuestro presente?

Masivas movilizaciones de impugnación absoluta y, por lo tanto –se dice mayormente desde el progresismo– en un apoyo incondicional a causas “ajenas al propio interés y hasta contrarias al mismo”: Macristas que perdieron su PYME pero aun así apoyan al régimen, ¿cómo se explica? Adultos mayores que descreen de la pandemia y asisten a las marchas anti cuarentena sin más argumento que negar. “Somos Vicentín”.“¡Van por todo!”. ¿Qué se les pide?¿Cómo dialogar?

“Aluvión psiquiátrico” [1] fue como el actual gobernador bonaerense describió a los anticuarentena, haciendo un cover del “auténtico aluvión zoológico”[2], expresión antiperonista también retomada por el jefe de gabinete, Santiago Cafiero, en una nota de su autoría. Fue la prensa antiperonista del ’50 quien apodó de aluvión a la horda militante. Estigmatizó bajo prejuicio de clase, raza y moral a la masa marginal descamisada del 17 de octubre que invadía la plaza central blanca y europea. ¿Qué pasó en el medio para que el peronismo tenga que refritar vocabulario antiperonista, el mismo que fue utilizado para estigmatizar el día de su lealtad?

En 1947, luego del 17 de octubre y luego del triunfo de Perón, Tribuna demócrata, un medio conservador, describía el clima de época de la siguiente manera: “Vivimos una hora en que aquellos que desempeñan servicios modestos guardan un odio hondo hacia quien es o tiene algo, y como en los discursos presidenciales se los incitó en mil formas, cree que cumpliendo mal o envalentonándose cambia de condición, se eleva, vale más entre sus semejantes”[3]. 73 años más tarde, en un nuevo gobierno peronista, es ahora Santiago Cafiero, en la misma nota ya citada y titulada “Intensidades peligrosas”, quien escribió sobre “ese otro, [que] en tanto identidad enemiga siempre debe ser impugnado, no por lo que hace, dice o propone sino por lo que es, por el mero hecho de ser”. ¿Qué comparten los aluviones de ayer con los de hoy? ¿Cómo leer las actuales “marchas del odio” a la luz de la reacción conservadora suscitada por la irrupción de la “barbarie” en ese entonces? ¿Qué significa ese “odio por el mero hecho de ser” que al parecer cae siempre de un solo lado? ¿Cómo repensar EL odio como algo más complejo que como “el clima de época”?

El resonado y a veces ridiculizado “Somos Vicentín” se suele pensar como una reversión de “Somos el campo” que, vistos con la misma lupa, recaen en la misma explicación: desclasados que van en contra de sus intereses o de sus intereses de clase. Los desclasados son también la huella del viejo lumpenproletariado: el sector más relegado de las vanguardias revolucionarias durante la ausencia de Perón que, “sin conciencia de clase”, eran tildados de manipulados, ciegos que no quieren ver. Aquel sector del proletariado que no comulgaba con las ideas marxistas o peronistas fue sistemáticamente aislado. Pero cuando el componente “desclasamiento” es más débil, por ejemplo en las marchas anticuarentena, donde no alcanza a explicar los acontecimientos, se complejiza esta lectura.

Se reflota entonces, desde algunas voces del progresismo, el concepto de Etienne de La Boétie, quien en 1576 puso por escrito su incredulidad sobre la obediencia de muchos a uno, cristalizándola en servidumbre voluntaria[4]. Sirven voluntariamente al poder. Su tesis apunta a una libertad natural como condición esencial del ser humano, una tendencia a la libertad que sólo basta con desearla para obtenerla. Podría ser “servidumbre” a secas, pero el énfasis en “voluntaria” subraya un supuesto masoquismo que socava la libertad tan inherente, una voluntad de alejarte de tu propia condición. Es decir, la servidumbre voluntaria desde su definición implica una contradicción con la propia libertad, un “autoboicot” contra los propios intereses: “(…) somos testigos de una confluencia que tiene obnubilada a una parte de la sociedad: la que reúne a la servidumbre voluntaria con el síndrome de Estocolmo”, escribe Ricardo Forster en Página/12, ensayando una explicación de la psicología de los macristas.

No es la intención de este escrito criticar a La Boétie, que a propósito tiene varios puntos interesantes, sino cuestionar su actualización que tiende a cerrar el pensamiento, una lectura propia de un imaginario donde el pueblo opositor siempre está manipulado, o es ignorante, o son desviados emocionales, o desclasados o, en última instancia, psicóticos. Recaer en estos discursos no es falta de empatía, es una hipótesis cómoda en donde el manipulado siempre es el otro, una lectura moral donde el camino correcto es el mío y los demás repiten lo que dice la tele. Una protesta que aparentemente “carece” de motivos o consignas articuladas de forma “coherente” cae en la estigmatización, hecho que fomenta, casualmente, su radicalización. No habrá una organización política como la suele demostrar el peronismo, pero existe una profunda afirmación de identidad como en cualquier manifestación política. Se repudia una moral que los avasalla y se reivindica un conjunto de valores con los cuales sí se identifican.

Por eso me pregunto si la lectura del desclasamiento o de la servidumbre voluntaria no nos estará coartando la posibilidad de escuchar un síntoma de otra cosa, más que una incoherencia producto del lavaje de cerebro. Si el otro siempre está equivocado se produce una distancia moral insalvable que alimentamos de ambos lados. ¿No es acaso la tan gastada definición de grieta? Es posible. Y que insisto, no se cura con empatía, ni con una solidaridad radical, ni con un humanismo versión Benetton o con una salida más antipolítica donde “son todos lo mismo”. La grieta no es nueva y hay quienes todavía les conviene. Su objetivo es seguir creando antagonismos irreconciliables donde las dos realidades enfrentadas tienen el mismo valor. Se anula la pregunta por la diferencia, por una alteridad que cuestione la propia posición.

Obviamente todo desarrollo democrático contempla el desacuerdo, pero es preciso no recaer en una superioridad moral que cancele personas o discursos, que estigmatice al otro desde un tribunal, lo que sugiere además tácitamente que la diferencia se resuelve integrándola a mi cosmovisión. Acá es donde la patria se vuelve incómoda. ¿Cómo lidiar con la diferencia sin negarla –hecho que la acrecienta o radicaliza– ni integrarla desde la tolerancia –hecho que la neutraliza perpetuando una cultura central a la que deben adaptarse? ¿El dilema es el odio per se o el problema es que no odian como yo? Pienso que es muy problemático dictaminar la contradicción de intereses del otro sin hacerme una pregunta sobre mi propio odio.

El odio por el mero hecho de ser (agregue adjetivo, zona geográfica, ideología), al que refiere Cafiero en su nota, es un odio que en mi barrio se lo conoce como racismo. Propongo en lugar del desclasamiento o de la servidumbre voluntaria, leer los acontecimientos desde la lupa del racismo. Immanuel Wallerstein y Etienne Balibar en su libro Raza, nación y clase definen racismo de la siguiente manera: “necesidad de purificar el cuerpo social, de preservar la identidad del ‘yo’, del ‘nosotros’, ante cualquier perspectiva de promiscuidad, de mestizaje, de invasión”[5]. Un racismo estructural desde civilización y barbarie hasta nuestros orígenes coloniales. Pienso que racismo grafica mejor el odio del cual hablamos. Sumar, por ejemplo, al antiperonismo la cuota de racismo que frecuentemente se olvida.

Racismo como una noción más plástica que no refiera únicamente a razas o etnias sino racismo como una negación previa que no admite argumento alguno más que un rechazo fisiológico a la diferencia, un rechazo que no se constituye en una justificación histórica. La necesidad de preservar un “nosotros” conduce, en estos casos, a estigmatizar la diferencia como un límite irreconciliable y, en paralelo, esa diferencia como un “refuerzo” de la propia identidad. Al tiempo que lo rechazo, me constituye. La sociedad nunca podrá reconciliarse plenamente, nunca podrá despegar, crecer, salir adelante, debido a la intrusión extraña que se debe eliminar pero que al mismo tiempo funciona como elemento unificador. Se trata de una reacción de la propia elite contra cualquier invasión a su imaginario moral.

¿Pero no será que aquellos que odian están engañados y manipulados? Sí, como todos nosotros; pero que al erigirse como una explicación exhaustiva cierra el pensamiento; es una formulación que se saca de encima el problema y anula la diferencia, suponiendo que la causa de todos los males es la ecuación cerrada de //Neoliberalismo + Medios de comunicación// o el engaño, o la servidumbre voluntaria, o el Síndrome de Estocolmo, o todo junto. ¿Por qué nuestra estigmatización a los otros no cataloga como odio?

Las marchas de “loquitos”, negacionistas rapaces, manifestaciones que bordean consignas que recuerdan a expresiones del Siglo XX, no son fruto específico de las plataformas sociales. El nazismo y la quema de brujas se hicieron sin Instagram; las plataformas lo radicalizan lucrando con ello. La búsqueda incesante de chivos expiatorios es poco novedosa. Por ejemplo, el odio al “pobre” que, dependiendo de su nacionalidad, es un amante del trabajo o es un vago irrecuperable: cuando es nacional vive de mis impuestos, cuando es extranjero me roba el trabajo. Si el otro me viene a robar es porque tengo algo, si el otro no trabaja entonces yo debo mantenerlo con mis impuestos. La razón por la que Argentina no crece es debido a ese Otro. La fantasía de una plenitud llegará cuando se lo extirpe.

El Otro pone en riesgo mi comunidad al mismo tiempo que se constituye como su fundamento: el otro es todo lo que no soy, proyectándole todo lo que no quiero (ver en mí) ser. ¿Cómo repensar los discursos y prácticas del progresismo que, desde esta lectura, no corten el diálogo con el otro y con la propia diferencia interna que evitamos escuchar? ¿Cómo repensar mi propio racismo en un sentido amplio? ¿Qué de lo propio se deposita en el otro para llegar a odiarlo por el mero hecho de ser? ¿Cómo desviar la indignación hacia terrenos más fértiles? ¿Cómo alentar al ensayo de nuevas formas de alteridad?


[1] En La Nación, “Axel Kicillof, sobre la marcha del 17A: ‘Fue un aluvión psiquiátrico”: https://www.lanacion.com.ar/politica/axel-kicillof-marcha-del-17a-fue-aluvion-nid2427366

[2] En Anfibia, “Intensidades peligrosas” por Santiago Cafiero: http://revistaanfibia.com/ensayo/intensidades-peligrosas/

[3] “Clima moral de guaranguería”, Tribuna Demócrata, n° 88, 23/07/1947, p 3 (extraído de Adamovsky, Ezequiel. Historia de la clase media argentina: apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003. Buenos Aires: Planeta, 2009; p 273).

[4] Etienne de La Boétie (1576). El discurso de la servidumbre voluntaria. Utopía libertaria – Terramar Ediciones, 2008

[5] Balibar, Etienne, & Wallerstein, Immanuel. Raza, nación y clase. Iepala, 1998


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Tomás Huberman

Tomás Huberman es estudiante de Comunicación Social, orientado en Comunicación y Procesos educativos. Es actor, hace radio y aficionado de los talleres de filosofía.

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