Mitos y verdades sobre el empleo público

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Días atrás se viralizó un tweet que escribí acerca de algunas lecciones que aprendí sobre gestión pública trabajando en un municipio del conurbano bonaerense. Las reacciones se dividieron entre quienes se sintieron identificados y quienes expresaron rechazo. Si bien es esperable que, en un país donde hace tiempo que el empleo privado formal no crece significativamente, se discuta la cantidad y la calidad del empleo público, se suele caer en ciertos lugares comunes que impiden tener una discusión constructiva al respecto. Creo que, en parte, esto se explica porque últimamente se agrandó la distancia entre los que trabajamos en el Estado y el resto de la sociedad. El propósito de este artículo es achicar esa distancia mediante una reflexión sobre cuatro de los comentarios negativos que más se escuchan acerca del empleo público, cuánto creo que hay de verdad en ellos, y cuánto me atrevo a discutirlos.

 

1. “En el Estado no se trabaja.”

Lejos de querer argumentar que el Estado argentino es el epítome de la productividad, si hay algo que no me faltó ver es gente trabajando hasta el agotamiento.

Cualquiera que inicia una carrera en la gestión pública se encuentra con que se paga poco y se exige mucho. Basta tener un poquito de ambición para tratar de seguirle el ritmo a los jefes, no solo por vocación, sino para avanzar y dejar atrás la condición de monotributista de la que casi todos parten. Mientras tanto, hay una realidad que acecha todos los días: en Argentina hay tanto por hacer que lo que hace el Estado simplemente no alcanza. Para la mayoría, trabajar más de ocho horas por día es más la norma que la excepción.

Sin embargo, si uno disfruta lo que hace (y el sueldo le alcanza) el ritmo intenso se aguanta. En realidad, lo más difícil es poder aceptar que uno nunca va a poder encargarse de todo, que el esfuerzo individual nunca va a ser suficiente, y que los logros que se festejan usualmente consisten en mejoras marginales. Para aliviar esta ansiedad, ayuda mucho estar rodeado de compañeros que comparten tu vocación, y salir de la oficina a recorrer el territorio y presenciar el impacto de tu esfuerzo, por más indirecto que pueda llegar a ser.

 

2. “A los políticos solo les importa la plata y el poder.”

Siempre le voy a dar el beneficio de la duda a alguien que se queje de que nuestros dirigentes políticos son inmorales y corruptos (todavía no me tocó conocer personalmente a ninguno, pero, por desgracia, la historia está llena de ejemplos). No obstante, hay algo que voy a discutir a muerte: la vida de funcionario público no es en absoluto una vida acomodada.

A partir de cierto rango, los funcionarios no tienen vida. Mejor dicho, su vida es la política y la gestión. Su semana entera (incluyendo el fin de semana) es un continuo de actividades en el territorio, reuniones de trabajo y entrevistas. A su vez, la exposición al público es un arma de doble filo. Si no los conoce nadie, no pueden llegar a ninguna posición de poder. Cuando los conocen, por más que hagan las cosas bien, es seguro que una parte de la población piensa que son la encarnación de todo lo malo que existe en el mundo.

Nuevamente aclaro que no estoy negando que haya políticos que aprovechen su poder para hacer negocios y que tengan otros privilegios que el resto de la población no tiene. Eso sucede y es inaceptable. Lo que quiero es sugerir que, si el objetivo de uno en la vida es hacerse rico y tener una vida tranquila para disfrutar de esa riqueza, quizá la función pública no sea la mejor opción. Si me creen, me gustaría que se pregunten qué piensan que es lo que motiva a alguien a tomar la decisión de involucrarse en la política.

Por ejemplo, ¿alguna vez se preguntaron por qué a los políticos se los ve siempre tan seguros de lo que dicen? Por un lado, como votantes estamos demasiado acostumbrados a que los candidatos contesten de cualquier tema sin titubear. No nos gusta que nos vengan a plantear dudas; queremos a alguien que venga con soluciones para todo. Por otro lado, y en esto quiero hacer hincapié, ninguna persona en su sano juicio puede pasarse todo el día, todos los días, esforzándose tanto por algo sin estar convencido de que lo que hace está bien. La próxima vez que escuchen a un político opinar sobre algún tema, por más que esté en las antípodas de lo que piensan, hagan el ejercicio de partir de la premisa de que su verdadera intención es hacer lo mejor para el país. Posiblemente lleguen a la conclusión de que la mayoría de las veces ése es el caso, y que, si encuentran fallas en su argumentación, en general tienen más que ver con lo complejo de la cuestión que con su mala intención. A partir de ahí se puede empezar a discutir.

Ser honesto y no robar no es difícil. El verdadero desafío personal para todo funcionario es no dejarse llevar por la tendencia a la autocomplacencia, lograr vivir con la duda constante de no saber si está haciendo las cosas de la mejor manera posible, tener presente que por más buena voluntad que tenga siempre puede estar equivocado, y, en última instancia, poder volver a casa y disfrutar de las cosas lindas de la vida privada.

 

3. “El problema son los de planta permanente.”

Esta particular categoría de empleados públicos merece una sección aparte. En tres palabras: hay de todo. Desde empleados con una vocación enorme que aman su trabajo y lo hacen excelentemente, hasta genuinos ñoquis. Sí, a pesar de ser minoría, no son para nada un mito. Los infames ñoquis existen y son un problema gravísimo, no solo por el motivo evidente de que cobran un sueldo del Estado sin dar nada a cambio, sino también por el desgaste que generan sobre el resto que trabaja como corresponde.

En particular, me interesa pensar algo que tienen en común los integrantes del intervalo que va desde la cota superior de la productividad, hasta los que, ya sea por un déficit de capacitación o por falta de incentivos económicos, les falta mucho por mejorar (pero que sin duda trabajan). Además de no adherir al zeitgeist millenial que nos hace querer cambiar de trabajo cada año y medio, los empleados de planta permanente son los que más conocen la institución en la que trabajan, y, justamente por eso, son fundamentales para sostener políticas públicas en el largo plazo.

En un país como Argentina en donde los mecanismos institucionales para garantizar un traspaso de mando ordenado son prácticamente nulos, la antigüedad es la clave para preservar la memoria institucional. Las transiciones entre gobiernos suelen ser caóticas. Al perderse mucha de la información generada por la gestión anterior, se desaprovecha el aprendizaje colectivo, elemento fundamental del desarrollo de las sociedades(1). Una de mis primeras tareas como empleado público consistió en sentarme todos los días con una empleada de planta permanente y hacerle preguntas con el fin de documentar todos los procesos administrativos del área. Su conocimiento y su capacidad para explicarme los vericuetos de la gestión eran envidiables.

Los empleados de planta permanente son los que ven pasar a cada nuevo funcionario que se cree que encontró la piedra filosofal de la gestión estatal. Como consecuencia, los mismos empleados junto con las agrupaciones gremiales que los representan pueden volverse reacias al cambio. Para contrarrestar esto se necesita lograr una buena coordinación entre la nómina política y los empleados de planta, y, sobre todo, que los primeros hagan a los segundos partícipes de los logros de la gestión. Por otro lado, para tener un Estado capaz de sostener un proceso de desarrollo en el largo plazo es imprescindible crear organismos estables, integrados por empleados públicos de carrera que no cambien con cada nueva gestión y puedan salvaguardar el aprendizaje acumulado por cada una de ellas.

Al mismo tiempo, me gustaría agregar que tampoco debería suceder que el buen funcionamiento de un área dependa exclusivamente de la capacidad de un grupo particular de empleados de retener información. También es necesario crear mecanismos institucionales que fijen prácticas de transmisión de la información que trasciendan tanto a los dirigentes como a los empleados de turno. En concreto, dos políticas a la que todos los organismos deberían aspirar son: la construcción de bases de datos interoperables(2) y el mantenimiento de repositorios compartidos que contengan los documentos técnicos producidos por cada gestión. Esto serviría mucho para eliminar la duplicación de esfuerzos, el retaceo de la información como un elemento de negociación, y el vicio del secretismo.

 

4. “Con el bolsillo ajeno somos todos generosos.”

Lo primero que se enseña en un curso inicial de economía es que vivimos en un mundo de recursos finitos y necesidades infinitas. En el Estado la cuestión de las necesidades está clarísima. Los que trabajamos allí somos muy conscientes de que a la gente le falta de todo y que hay un millón de cosas que hacer. Por el contrario, el tema de los recursos finitos a veces nos cuesta un poco más…

Hay mucho de cierto en que los empleados públicos podemos llegar a ser bastante poco cautelosos a la hora de gastar los recursos que aportan los contribuyentes. Quiero proponer que esta tendencia no se explica por algún rasgo personal que nos distinga del resto de las personas, sino que en gran parte es producto de los incentivos que enfrentamos a la hora de gestionar.

Para darles una idea, cuando una funcionaria aterriza en un área dentro del entramado público, se suele encontrar con dos cosas: una jefa que espera resultados rápidos y un presupuesto que gastar. Una vez que haya podido demostrar que trabaja bien, si tiene suficiente ambición, el próximo paso para crecer casi siempre es contratar más gente. Esto no significa contratar amigos o familiares que no trabajen, sino todo lo contrario; quiere decir sumar empleados que le permitan asumir más responsabilidades e incluso aspirar a absorber funciones que hasta el momento les corresponden a otras áreas. A la vez, debe lidiar con el apuro por gastar todo el presupuesto en los primeros meses del año, ya que de lo contrario se asignará a otra área y el año siguiente se descontará lo que no haya gastado(3). Se puede intuir que, lo que desde el punto de vista de un equipo en particular es positivo (¿o acaso está mal que el que trabaje mejor se ocupe de más cosas y reciba más presupuesto?), cuando se toma en cuenta que todos los equipos enfrentan este mismo esquema de incentivos, se observa que puede tener consecuencias negativas. A saber: superposición de funciones, preferencia fuerte por sólo realizar proyectos que empiezan y terminan en el mismo año, y, sobre todo, despilfarro de los impuestos que pagan los ciudadanos.

Personalmente, soy partidario de un Estado grande y eficiente, y no me parece mal que emplee mucha gente. De hecho, creo que a veces es preferible sacrificar el margen extensivo (por ejemplo, no sumar tantos proyectos) a cambio de mejorar el margen intensivo (contar con suficiente equipo como para implementar bien los proyectos que ya existen). Pero lo que no puedo dejar de considerar es que el Estado no debe gastar un peso sin antes pensar muy bien en qué conviene gastarlo, y si conviene hacerlo. Si se quiere lograr esto y evitar los males mencionados arriba, se necesita una líder responsable, hábil y firme para administrar el exceso de demanda de las distintas áreas por los recursos estatales, organismos de control que le respiren en la nuca para asegurarse de que diseñe y ejecute el presupuesto como corresponde, y una sociedad que exija la mesura activamente. Si las necesidades de la sociedad son infinitas y los recursos con los que cuenta el Estado no son suficientes para hacerles frente, más que prometer, los dirigentes tienen la obligación de ser transparentes a la hora de comunicar los costos que implica priorizar la solución de determinados problemas por sobre otros, y, por encima de todo, explicarle a la ciudadanía el alcance y la profundidad de sus limitaciones.

Para cerrar, hago un llamado a los que trabajan fuera del sector público: si conocen a alguien que esté ejerciendo la función pública, acérquense y háganle saber cuáles son los problemas que enfrentan sus organizaciones, discutan en qué les parece que estorba el Estado y en qué podría ayudar, pídanle que les cuente qué hace en su trabajo y, sobre todas las cosas, asuman que por más que hable desde otro lugar, tiene las mismas intenciones que ustedes de que las cosas mejoren para todos.


(1) Recomiendo este video de Joseph Heinrich, director del departamento de Biología de la Evolución Humana de Harvard. Presenta un libro suyo que trata de cómo la acumulación de conocimiento a lo largo de generaciones por medio de la cultura, más que la inteligencia de cada generación individual, nos permitió evolucionar a lo que somos hoy.

(2) Para dar un ejemplo, les comparto un trabajo del Lincoln Institute of Land Policy que explica la utilidad de contar con catastros digitales interoperables por diferentes actores, que pueden ser, por ejemplo, áreas dentro del municipio como Hacienda, Planeamiento Urbano y Ambiente, empresas de servicios públicos, miembros de la comunidad académica, y la ciudadanía en general.

(3)Los que recuerden el capítulo de la serie estadounidense The Office sobre el tema me van a entender perfectamente.


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Juan Bautista Sosa

Juan Bautista Sosa es Licenciado en Economía por la Universidad de Buenos Aires, BSc en Desarrollo Internacional por la London School of Economics and Political Science y cursó la Maestría en Economía en la Universidad de San Andrés. Tiene experiencia en gestión pública a nivel municipal y nacional.

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