Una narrativa para el futuro de Argentina

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«La Historia cuenta cómo fue que ocurrió. Una historia cuenta cómo puede ocurrir.»

Alfred Andersch

Cuando era chico, mi abuela solía contarme que mi abuelo, a quien nunca conocí, vino de Italia sin un centavo, pero, con su carro lechero y su tenacidad para madrugar, había logrado formar una familia, alimentar a sus hijos y no ser menos que naides. Nunca supe cuánta veracidad tenía la historia, pero su belleza y simpleza habían logrado una cosa: mi abuela tenía un claro modelo mental según el cual el trabajo arduo era un pilar fundamental del progreso. Desde la perspectiva de mis padres, la historia era un poco distinta. El mensaje que ellos solían transmitirme era la necesidad de terminar la escuela para ¨ser más que ellos¨. Ahora era el estudio el que podría erigirse como motor del ascenso social.

Esas historias eran muy comunes más allá de los muros de mi casa. Las historias que nos contamos sobre nosotros mismos son fundamentales para generar consensos en torno a una estrategia de desarrollo para nuestro país. Estas narrativas pueden ser definidas como nuestros marcos de referencia o modelos mentales y juegan un papel clave en cómo los líderes crean e implementan políticas y cómo las personas reaccionan a ellas.

Las historias de mis abuelos y mis padres reflejan el hecho de que Argentina supo tener narrativas que contribuyeron a nuestro progreso material y cultural. Sin embargo, hoy nuestro país está atrapado en tres tipos de narrativas que, lejos de empujarnos al progreso, nos estancan en una maraña de obstáculos que dificultan nuestro desarrollo. Quizá se deba en parte a la existencia de una sociedad mucho más fracturada y a la dificultad, en particular para los jóvenes, de encontrar alternativas laborales que se adecúen a sus capacidades y provean una retribución material que se equipare con sus preferencias. Esas tres narrativas son la decadentista, la conformista y la determinista.

La narrativa decadentista

La postura decadentista afirma que la Argentina está en claro descenso desde hace un siglo o cincuenta años, dependiendo de la versión que se escuche. Esta narrativa es mucho más común entre los miembros de la oposición, aunque puertas adentro tiende a ser bastante prevalente con independencia de la identificación partidaria. Muchos de los que abogan por esta narrativa proponen una clara salida a todos nuestros problemas: Ezeiza.

Esta narrativa tiene mucho de cierto, pero presenta al menos dos falacias. La primera es que una de las estrategias más comunes que los decadentistas usan para defender su postura es la de comparar los rankings de PBI per cápita entre países para mostrar que Argentina estaba entre los primeros puestos en los inicios del siglo pasado y ha caído significativamente en la actualidad. El principal problema de este argumento es que casi cualquier base de datos comparativa contiene unas pocas decenas de países para los comienzos de 1900 y alrededor de doscientos países en la actualidad. Así, el ranking se vuelve totalmente fútil, porque la posición relativa se vuelve mucho más dependiente de la cantidad de países que se incluyen que del desempeño económico comparado. Para ser justos, sin embargo, si usamos metodologías menos sesgadas (ver acá), el descenso relativo de Argentina sigue existiendo, aunque de modo más moderado.

La segunda falacia es que la Argentina exitosa contra la que se compara el presente actual suele ser la Argentina del modelo agroexportador. Lo que no suele mencionarse, sin embargo, es que ese país era muy diferente al que tenemos hoy. Esa Argentina no tenía la estructura social de tanta complejidad que comenzó a desarrollarse con la llegada de las grandes olas de inmigración europeas y aquel modelo de exportación de materias primas no tenía las características necesarias para mantener la riqueza de un país con una estructura social completamente distinta. Más aún, incluso sin considerar los cambios en la estructura social argentina, el mundo y el comercio internacional han cambiado de tal manera que aquel modelo no podría ajustarse a la realidad que le siguió.

Los decadentistas tienen serios problemas para percibir cualquier noticia positiva, porque siempre prefieren la interpretación pesimista. En algún sentido, los decadentistas pueden aprender bastante de los conformistas.

La narrativa conformista

Esta postura -mucho más común en el oficialismo- plantea que, si bien podemos tener muchos problemas, enfocarnos en nuestras virtudes parece ser una mejor estrategia. A esta narrativa le gustan las fotografías, pero no tanto los videos. Esto es así porque la narrativa conformista, ante cualquier problema con el desarrollo de nuestro país, se apresura en hacer comparaciones con otros países de la región para mostrar nuestra supuesta superioridad. La educación argentina está en crisis, pero tenemos mucho mejores tasas de matriculación que la mayoría de los países de la región. La cámara fotográfica de esta narrativa también tiene problemas con su foco: si la discusión es sobre la elevada tasa de inflación, los adeptos a esta narrativa son muy rápidos para recordarnos que nuestros derechos sociales son mucho más fuertes que los de otros países de América Latina.

El principal problema con esta narrativa es que los grandes desafíos de nuestro país se perciben cuando miramos las tendencias. Nuestro sistema educativo, por ejemplo, supo ser un modelo para la región, pero hoy atraviesa una crisis innegable y las proyecciones a futuro son aún más preocupantes. Nuestra economía sigue teniendo un PBI per cápita de los más altos de la región, pero ya no es el más alto y venimos de décadas de absoluto estancamiento. Los derechos laborales pueden ser más fuertes que en otros países, pero el porcentaje de la masa salarial formal continúa reduciéndose. Así, los conformistas podrían beneficiarse de escuchar un poco a los decadentistas.

La narrativa determinista

Finalmente, está la narrativa determinista, que tiene una versión positiva y una versión negativa. La versión positiva es que la Argentina está destinada al éxito: el presente es solo un pequeño nudo que hay que desatar para librar las fuerzas naturales que nos llevarán a la grandeza. Su contracara sostiene que la Argentina está destinada al fracaso, hay algo natural o cultural en los argentinos que nos impide lograr un desarrollo de manera armónica. Los más positivos suelen encontrar en los conformistas a sus principales aliados, mientras que los pesimistas suelen estar más cerca de los decadentistas.

El problema principal de esta narrativa es que nos deja con las manos atadas. ¿Para qué pensar una estrategia de desarrollo? ¿Para qué diseñar políticas públicas de calidad? ¿Para qué identificar nuestros problemas y pensar soluciones que se adapten a las limitaciones político-institucionales? ¿Para qué, si, al fin y al cabo, nuestro destino está determinado? ¿Para qué evitar la corrupción si, al fin y al cabo, es parte de nuestro ADN? La narrativa determinista suele también identificar a Argentina como una excepción. Pero ese excepcionalismo suele ser ni más ni menos que la máscara que oculta su verdadera identidad: un fuerte parroquialismo.

Es hora de reimaginar nuestra narrativa

Las tres narrativas anteriores pueden no ser ideales, pero algunos de sus ingredientes pueden servirnos para configurar una nueva. La decadentista puede mostrarnos que, si el pasado fue mejor, un escenario mejor al de hoy no es imposible. La perspectiva conformista puede darnos el optimismo que trae el saber que la línea de partida tal vez no es tan mala. La mirada determinista, en su versión positiva, nos brinda el optimismo de saber que, tal vez, las circunstancias pueden ayudarnos.

Pero, ¿por qué Argentina necesita una nueva narrativa? ¿Es realmente necesario? La necesitamos para poder canalizar los esfuerzos colectivos hacia un desarrollo sostenible e inclusivo. Para poder alinear los incentivos de múltiples actores que, hoy, se encuentran sin un camino en el cual perseguir sus intereses de modo que sean compatibles con el interés general.

Argentina hoy no carece de historias, pero las historias son del tipo de las que Sherezade contaba frente a sus captores durante mil y una noches: nos sirven solo para sobrevivir, pero no para organizarnos detrás de un ideal de desarrollo de mediano y largo plazo. Nuestra constante situación de emergencia, sobre todo en lo económico, nos impide proponer un camino para el desarrollo productivo. Nuestras fuerzas políticas, por ahora, no han tenido la imaginación necesaria para ofrecer ese camino posible de manera convincente.

El premio Nobel de economía, Robert Schiller, acuñó el término narrative economics para referirse a historias que se contagian rápidamente y que son causas importantes de cambios económicos de enorme magnitud. Esas narrativas, según el autor, son muchas veces más importantes que las decisiones de política pública o los condicionantes estructurales. Argentina hoy necesita una narrativa que la empuje por el camino del progreso y que haga creer que ese camino es no solo posible, sino también sostenible. Tal narrativa debe tener al menos tres características.

Primero, tiene que estar asociada a una clara idea de desarrollo. No es imposible: la evidencia muestra que estas narrativas sí importan para emprender acciones clave para el desarrollo. El gobierno de Estados Unidos apoyó el desarrollo de la energía nuclear después de la Segunda Guerra Mundial con la narrativa nacional de que Estados Unidos estaba destinado a mejorar la creación, aumentando exponencialmente el potencial de las materias primas para el bien de la nación («átomos para la paz», electricidad «demasiado barata para? medir”). En Brasil, el desarrollo del etanol de caña de azúcar fue apoyado por la narrativa del gobierno asociada al sufrimiento que conduce al conocimiento y la redención, junto con la búsqueda de un mejor bienestar social (desarrollo tecnológico para producir etanol y empleo para los agricultores). En Suecia, la energía de la biomasa estaba ligada a la narrativa nacional de control local, así como al amor por la naturaleza y la tradición (el uso de productos naturales). En nuestro país, una narrativa alrededor de nuestro todavía comparativamente sólido capital humano y la posibilidad de hacer uso de la economía del conocimiento podría ser una oportunidad.

Segundo, necesita crear coaliciones para el desarrollo y, por lo tanto, no puede basarse en la idea de el otro. Construir narrativas en base a la otredad es una de las formas más rápidas de generar identidades comunes, pero difícilmente pueda llevarnos por el camino del desarrollo en un país que experimenta una creciente polarización desde hace años.

Tercero, la narrativa tiene que ser perenne, como las describe Schiller. En otras palabras, sin perder su esencia, tiene que tener la capacidad de adaptarse y seguir funcionando. Esto es de suma importancia en un contexto global de constante cambio, en el que la automatización y el desplazamiento de los trabajos traen constantes modificaciones en el modo en que se organiza la vida y el trabajo, así como en las estrategias de desarrollo que se vuelven factibles y aquellas que perecen.

De más está decirlo: una nueva narrativa no será suficiente para emprender un camino de desarrollo, pero sí puede ser necesaria. Las reformas que Argentina necesita pueden ser ineludibles, pero su probabilidad de éxito dependerá en gran medida de nuestra capacidad de fundamentarla y cimentarla en una narrativa que nos incentive a respaldarla por más de un ciclo electoral. La presencia de líderes políticos con capacidad de articular esa narrativa y comunicarla de forma clara y convincente es aún solo un deseo. Pero plantear la necesidad de pensar esa narrativa sea, tal vez, un primer paso para su descubrimiento.


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Martín De Simone

Martín E. De Simone (@desimonemartin) es Master en Políticas Públicas por la Universidad de Princeton, donde también tiene una especialización en Desarrollo internacional, y licenciado en Ciencia Política por la Universidad de San Andrés. Martín se especializa en políticas de desarrollo humano, de educación y contra la violencia. Actualmente, es especialista en educación en el Banco Mundial, donde trabaja en diseño, implementación y evaluación de proyectos educativos en África Sub-Sahariana y en análisis de temas educativos y de capital humano a nivel global. Antes de unirse al Banco Mundial, Martín trabajó para varios gobiernos, think tanks y organizaciones de la sociedad civil en la intersección entre desarrollo humano, educación y violencia, así como en reformas institucionales, tanto en Argentina como en Europa, Africa y America Latina. Martín fue Director de Articulación Educativa de la Seguridad en el gobierno argentino, donde lideró varios programas en coordinación con universidades nacionales. Es también miembro del Centro de Desarrollo Humano de la Universidad de San Andres y del Centro de Políticas Estratégicas y Asuntos Globales de la misma institución. Martin es además co-fundador y director de Abro Hilo, una iniciativa para fomentar el debate sobre temas estratégicos para el desarrollo de Argentina.

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