Cuando las barreras trascienden los muros del manicomio

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La discusión en torno a la inclusión laboral de las personas con algún grado de discapacidad ha sido una temática abordada desde diferentes perspectivas a lo largo del tiempo. Desde un enfoque que privilegia la equidad, se sostiene que el trabajo constituye el nivel máximo de rehabilitación en tanto precisa la adquisición de muchas otras habilidades previas. De esta manera, al impulsar el desarrollo laboral de los sujetos con discapacidad, se produciría una suerte de recuperación de los valores sociales y su progresiva reincorporación en la comunidad. Sin embargo, el meollo no se agota allí, sino que, en términos de eficiencia, la inclusión laboral de las personas con discapacidad también se erige como deseable. Es así como, indisociable de la preocupación social por el hecho de ser una población históricamente vulnerada,      se enlista una razón para abordar dicha problemática que radica en la productividad: si bien un 47,6% de la población argentina cuenta con Certificado Único de Discapacidad (CUD) es económicamente activa, solo un 13,4% trabaja. El problema de la baja empleabilidad aumenta de forma acuciante cuando se tiene un cuenta el subgrupo de discapacidad mental. 

A fin de combatir la problemática en cuestión, se impulsó a nivel nacional una batería normativa encabezada por la Ley de Sistema de Protección Integral de las personas con discapacidad, la N°22431, la cual compele al Estado nacional y los organismos y entes que de él dependen a ocupar personas con discapacidad en una proporción no inferior al 4% del total de su personal. La materialización del espíritu de la legislación vino dada por el Plan Nacional Promover, el cual asiste a sus participantes para que construyan o actualicen su proyecto de formación y ocupación y puedan insertarse en empleos de calidad. 

Sin embargo, a pesar de ser un programa con comprobable sustento empírico, no ha logrado revertir la exclusión laboral de este sector. Del cupo mencionado, se ha registrado sólo un 0,6% de empleados con CUD dentro del sector estatal, del cual una porción nimia presentan diagnóstico de salud mental. Paradójicamente, la política que debería velar por su efectiva incorporación al mercado laboral, redobla la exclusión que pretende combatir. 

Entonces, si se cuenta con un programa que se ajusta a la evidencia disponible y nos regimos por una normativa de vanguardia, ¿a qué responde la baja empleabilidad entre la población con discapacidad mental? Si bien no se registran estudios al respecto, se observa una confluencia interesante respecto a la opinión de los usuarios y de expertos: el estigma hacia los pacientes con padecimiento mental impera en el imaginario social, afectando la oferta laboral de forma significativa. 

Algunas experiencias a nivel mundial intentaron zanjar las barreras al ingreso al mercado laboral que el estigma y la segregación suscitan. La más sobresaliente es sin dudas la de Trieste, en donde Franco Basaglia, reconocido psiquiatra y sanitarista italiano, impulsó un proceso de “desmanicomialización”. Desde un paradigma de atención comunitaria, creó en 1973 la primera cooperativa de trabajo de pacientes psiquiátricos («Cooperativa Lavoratori Uniti«) con un sello distintivo: se desempeñaban en actividades útiles a la comunidad, rigiéndose por las mismas reglas y retribución vigentes en el mercado. ¿El resultado? De acuerdo una investigación longitudinal del Instituto Nacional M. Negri sobre 2000 pacientes, se ha evidenciado que después 5 años el 62% de los individuos trabajaba en diferentes dispositivos laborales por fuera de los que tradicionalmente estaban destinados exclusivamente para los pacientes. Si bien nuestro territorio carece de los recursos necesarios y la voluntad política para llevar a cabo una reforma de tales características, no se excluye la posibilidad de importar un modelo lógico de pensamiento que permita abordar la problemática en virtud del escenario local. Un modelo que jerarquiza      el cambio cultural como paso previo ineludible para que la inclusión de las personas con discapacidad mental abandone su característica de expresión de deseo y adopte forma concreta en la realidad.  

Urge entonces no solo incentivar y monitorear ele efectivo cumplimiento de las normas vigentes, sino también se requiere desarrollar programas de difusión y concientización orientados a la población general a fin de avanzar en la desnaturalización de los preconceptos que atentan contra el reconocimiento de los derechos de las personas con discapacidad mental. De lo anterior se desprende una conclusión inevitable: la mera incorporación de personas con problemáticas de salud mental a las empresas y organismos del Estado no es sinónimo de inclusión laboral. Se trata entonces de interpelar a la sociedad      sobre las consecuencias de ser cómplices de un sistema anquilosado que adiestra en el ejercicio del exilio. 


Este artículo se escribió en el marco de la materia “Diseño e Implementación de Políticas Públicas en Argentina” de la Maestría en Políticas Públicas de la Universidad Torcuato Di Tella.


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Emilia Kopp

Licenciada y Profesora en Psicología (USAL). Especialista en Evaluación y Diagnóstico Psicológico (USAL). Diplomada en Gestión de Políticas Sanitarias (UNDAV). Actualmente Maestrando en Políticas Públicas en la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT)

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