¿Para qué sirve el Poder Judicial? Una guía para su reforma

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En su primer discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación en el año 2020, el Presidente Alberto Fernández se comprometió a promover una reforma del Poder Judicial. Ese compromiso se materializó en la convocatoria a una comisión de expertos que elaboraron un informe y, posteriormente, en la redacción de diversos proyectos de ley que fueron enviados al Poder Legislativo. No será el foco de esta nota discutir el contenido de esos proyectos. En cambio, intentaré definir algunos conceptos centrales sobre qué es el Poder Judicial para, de ese modo, orientar la discusión sobre su reforma. 

La Función y la Forma Básicas del Poder Judicial. 

Por “función básica del Poder Judicial” entenderé la resolución de conflictos entre personas a través de la aplicación autoritativa de las leyes. Las leyes son normas de carácter general creadas con anterioridad a la decisión. Un acto de aplicación es autoritativo en el sentido de que es final. En otras palabras, la función básica del Poder Judicial es finalizar un conflicto entre personas aplicando la ley. 

En cambio, por “forma básica del Poder Judicial”, entenderé a una institución de muchos miembros, usualmente organizada de manera jerárquica, que actúa ante peticiones efectuadas por agentes externos a ella (las “partes”), que es independiente de esas partes, que resuelve siempre luego de escuchar lo que las partes tienen para decir sobre el asunto que someten a su decisión y cuya decisión es imparcial.  

El Poder Judicial como Función del Estado

Por razones histórico-conceptuales, la función básica del Poder Judicial suele ser considerada como una de las actividades específicas que desempeña el Estado. En la narrativa contractualista típica, al Estado le corresponde o bien establecer los derechos (Hobbes), o bien resolver los conflictos que los individuos tengan con respecto a sus derechos (Locke). En ambos casos, la existencia de un sistema de tribunales perteneciente al Estado es uno de los rasgos que definen la salida del estado de naturaleza. 

Las razones histórico-conceptuales explican por qué tendemos a asociar a la función básica del Poder Judicial con una actividad estatal, pero no alcanzan para justificar por qué ello debería ser así, ni tampoco para determinar los alcances que el diseño del Poder Judicial deba tener. En ese sentido, podemos sugerir algunas consideraciones relevantes.

En primer lugar, pueden existir mecanismos alternativos a la judicialización para resolver conflictos entre particulares. La Argentina ha tenido avances importantes en materia de mediación, conciliación y arbitraje, pero todavía queda mucho camino por recorrer, particularmente respecto a pensar la importancia de tales mecanismos en materias como el derecho penal o en la resolución de “pequeñas disputas”, como las que se pueden dar entre vecinos. Estos mecanismos pueden conducir a una resolución más eficiente de conflictos que la provista por los tribunales. Ello puede ocurrir, por un lado, porque el costo de acceso es más conveniente para litigantes con menores recursos (porque no requieren abogado), porque el tiempo de resolución de las disputas es menor (porque la formalidad es menor) y, finalmente, porque el mecanismo procura ajustarse mejor al interés del litigante (porque si el reclamante compró una licuadora que está rota, quiere que le den una licuadora y no otro producto, un “cupón” de descuento o una suma de dinero). Un primer consejo para reformadores del Poder Judicial es, entonces, pensar por “fuera de la caja” y concebir alternativas superadoras al uso de los tribunales

En segundo lugar, hay razones, tanto normativas como de eficiencia, para pensar en los límites del Poder Judicial. La administración de justicia importa costos: salarios, infraestructura y capacitación, por sólo mencionar tres. Pretender que todo conflicto pueda ser judicializado de manera efectiva implica ignorar completamente el problema de la escasez de recursos. Obviamente, esta búsqueda obsesiva de la judicialización tiene, en parte, causas histórico-conceptuales. Nos acostumbramos a articular todos nuestros reclamos en términos de “derechos”. Cualquier interés que pueda tener un individuo es un potencial candidato a convertirse en un derecho. El lenguaje de los derechos hoy se usa también para presentar las pretensiones, ya no de individuos, sino también de grupos. Mientras asociemos los derechos con los remedios judiciales, entonces no podemos dejar de tener en cuenta los costos implicados.

Es improbable que abandonemos en un futuro cercano el lenguaje de los derechos para articular nuestras pretensiones políticas y morales. Pero creo que sí podemos aceptar que, si todos vamos a pretender que el Poder Judicial haga efectivos nuestros reclamos, entonces probablemente llegará un punto en que los tribunales no estarán en condiciones efectivas de responder a nuestras expectativas. En esa línea, otro consejo para los reformadores es que se alejen de la concepción de los tribunales como guardianes de “los derechos”, y comiencen a entenderlos como aplicadores de “las leyes”. Los tribunales protegerán derechos si, y sólo si, ellos están reconocidos en las leyes. De ese modo, pasaremos a exigirles a quienes hacen las leyes, y no a quienes deben aplicarlas, que reconozcan nuestros derechos, es decir, nuestros reclamos políticos y morales. Obviamente, esto tiene un punto normativo vinculado con el respeto al proceso político democrático y con evitar la judicialización de la política. Un contra-argumento aquí es que los tribunales argentinos ejercitan el control judicial de constitucionalidad que, precisamente, les permite “aplicar” los derechos enumerados en la Constitución para controlar la validez de las leyes. Sobre esto hablaré en el siguiente apartado. 

¿Y el control de constitucionalidad? 

A una institución con la forma básica del Poder Judicial, que está investida de la función básica, también es posible asignarle otras funciones. Por ejemplo, es común que los tribunales tengan la función de “completar” el derecho si hay una laguna normativa, o de “interpretarlo” cuando el texto de una ley sea confuso o exista una antinomia, o de “adaptarlo” a circunstancias cambiantes, o de “apartarse” de él por razones de equidad si se considerase que es incorrecta su aplicación a un caso concreto. Estos términos son meros eufemismos para esconder el hecho de que casi todos los sistemas jurídicos contemporáneos les asignan ciertos poderes de creación normativa a los tribunales. 

Esa enumeración no agota la lista de las otras funciones que se espera que los tribunales desarrollen. Así, se suele sostener que el Poder Judicial debe ser el defensor de los derechos constitucionales, ejercer el control de constitucionalidad sobre la legislación, convertirse en un promotor de la deliberación democrática, darle voz a los grupos vulnerables excluidos del juego político, atender las necesidades e intereses de los sectores débiles o desprotegidos de la sociedad, etcétera. 

¿Por qué se da este último fenómeno? Básicamente porque se desea aprovechar las características que posee la forma básica del Poder Judicial. Por ejemplo, puede considerarse conveniente darle poder de decisión a una institución independiente o que suele resolver de manera imparcial. En estos supuestos, al Poder Judicial se le asigna una cuota de participación en procesos decisorios que, en principio, les corresponden a las otras instituciones. Por lo tanto, un cierto grado de judicialización de la política es inevitable cuando se opta por estos arreglos institucionales. La cuestión suele ser cuánta judicialización es deseable. 

Una reforma del Poder Judicial no puede desentenderse de este aspecto. Entre otras cosas, porque, según el alcance que se conciba para el ejercicio del control de constitucionalidad, el adecuado desempeño de la función básica judicial podría resentirse. En efecto, si los tribunales dirigen más atención y recursos a esas otras funciones, entonces tendrán menos capacidad para desempeñar adecuadamente la función básica. Esto significa que una reforma del Poder Judicial deberá determinar cuál de las funciones es la prioritaria, con el fin de dotar a los tribunales de los recursos apropiados para cumplir con ella. De otro modo, la reforma será incompleta o ineficaz. Tener en cuenta esta dimensión es el último consejo para los reformadores.


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Pedro A. Caminos

Pedro A. Caminos es abogado por la Universidad de Buenos Aires en donde enseña derecho constitucional y está cursando el doctorado. Pueden seguirlo en la red social Twitter: @pedrocaminos

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