Reapertura de escuelas: La ecuación costo-beneficio para alumnos de barrios populares

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En Argentina, la discusión por la reapertura de las escuelas llega silbando bajito y con algunos meses de retraso. Pero toda decisión de política pública debe basarse en un riguroso cálculo costo-beneficio, sopesado por su probabilidad de riesgo. El debate aquí parece estar teñido por el peso excesivo del contagio en la ecuación[1], menospreciando la importancia de los beneficios del regreso progresivo a las clases presenciales. Por tanto, comencemos por revertir la ecuación y analizar los costos de las escuelas cerradas. El daño educativo alcanzará varias décadas; algunos lo miden como la pérdida de puntos en IQ, otros en años de escolaridad ajustados por aprendizaje (metodología del Banco Mundial). Sin embargo, esto es sólo una parte pequeña de la problemática. La pobreza infantil en Argentina asciende al 63% y esta población, la más vulnerable de las vulnerables, merece tener un cálculo de costo-beneficio propio.

Puntualmente, en asentamientos informales o barrios populares (BP[2]), por razones de hacinamiento y otras condiciones precarias, el distanciamiento social tiene sus limitaciones. Cuando pensamos en el fantasma del contagio entre alumnos sentados en un aula, debemos reconocer como punto de partida que allí el contagio ya está sucediendo (o ya sucedió), en los espacios de uso comunitario dentro del barrio, en las canchitas, o simplemente por la alta densidad de circulación en espacios físicos acotados, calles angostas, etc. El peor de los mundos, la ecuación sólo arroja costo-costo, los niños sin distanciamiento, el fantasma del contagio activo pero desprotegidos y olvidados por el sistema educativo.

Al ensanchamiento de la brecha educativa, le agregamos el aumento de la deserción escolar. Para recuperar a aquellos alumnos que perdieron contacto con el sistema no va a ser suficiente acercarles un dispositivo electrónico, para subsanar ese lazo se necesitará de la labor de trabajadores sociales, en un marco de un abordaje integral con las familias. Asimismo, la escuela proporciona contención social, especialmente para casos de abuso, violencia y adicciones. Se trata de un refugio físico, y existe evidencia del rol del maestro como referente emocional, siendo el que muchas veces descubre y denuncia el abuso. Por otra parte, en BP con acceso deficiente a sistemas de agua y saneamiento, la escuela brinda infraestructura sanitaria[3], que debe ser aprovechada. No se trata simplemente de una pileta con agua y jabón, sino de la posibilidad de utilizar este espacio para la educación sanitaria, considerando la necesidad de modificar hábitos de higiene[4] y de difundir información de salud confiable. Finalmente, la emergencia alimentaria se puede mitigar con la distribución de viandas escolares por parte de las organizaciones de base existentes.

Sin duda, la falta de conectividad[5] es uno de los grandes desafíos en este contexto de educación virtual, así como la dificultad para adquirir habilidades digitales en los quintiles más pobres de la sociedad (ver este documento)[6]. Pero tan o más relevantes son la falta de un espacio adecuado para el estudio y de disponibilidad de los cuidadores para oficiar de guía docente, tener que compartir el mismo dispositivo entre varios hermanos o estar a cargo de cuidar a los menores.

Esta problemática se agrava en la primera infancia, cuanto menor es el niño, menor autonomía y más profundas las consecuencias en el futuro. El desarrollo cognitivo, social y emocional durante los primeros 1000 días de vida y hasta los 5 años tiene un impacto definitivo en su vida adulta. Por estos motivos, en algunos países desarrollados[7] decidieron que el regreso al aula debía priorizar a los más pequeños. En los BP, los espacios de primera infancia (EPI) cerrados implican un doble impacto negativo sobre: (i) el desarrollo infantil; y (ii) la sobrecarga de tareas de cuidado (usualmente sobre la mujer). De todas formas, las redes informales en los BP intentan replicar espacios de cuidado, de manera que esta población tampoco está exenta de contagio (pero sin beneficiarse de los programas especializados).

Finalmente, es importante comprender que el regreso a la escuela no puede ser entendido como un todo o nada: el país entero o ningún municipio; todos los alumnos al mismo tiempo o nadie; de lunes a viernes o nunca. Debemos ser creativos, explorar sistemas de alternancia, grupos reducidos por turnos, aprovechar todos los espacios al aire libre, patios de escuelas, canchitas, playones, espacios comunitarios, etc. Lecciones aprendidas de experiencias pasadas con el virus del Ébola por ejemplo, nos enseñan que ahora es el momento de ser proactivos, cada día perdido tiene un impacto, debemos establecer alianzas entre el Estado y la sociedad civil para poder recuperar el lazo educativo con el segmento más vulnerable dentro de los vulnerables.

Datos analizados en Suecia demuestran que los docentes no se contagian más que cualquier otro profesional. A modo de ejemplo, los taxistas se contagian 5 veces más que los docentes. Sin duda es momento de establecer prioridades, la educación debe ser declarada actividad esencial y a la hora de definir donde y cómo gastar “créditos epidemiológicos” las aulas parecen más atractivas que los casinos.


[1] Diversos estudios científicos reportan bajos niveles de contagio entre menores de 10 años (algunos trazan la línea en 9 o 12 años). En Islandia por ejemplo, el testeo aleatorio nos informa que la tasa de positividad de los menores de 10 años es un 50% de la tasa de positividad de adolescentes y adultos. En Noruega, se informa que los menores suelen contagiarse en menor medida por la falta de receptores para el SARS-CoV-2. Recientes estudios en Corea del Sur encuentran que la probabilidad de contagio en menores de 9 años es la mitad que el resto de la población. La CDC de Europa recomienda retornar a clases de forma urgente, pues datos observacionales sugieren que la reapertura no se asocia con un incremento de la transmisión comunitaria. [2] Según el RENABAP (Registro Nacional de Barrios Populares), en Argentina hay 4416 barrios populares (BP) definidos como: al menos a ocho familias agrupadas o contiguas, donde más de la mitad de la población no cuenta con título de propiedad del suelo ni acceso regular a por lo menos dos de tres de los servicios básicos (red de agua corriente, red de energía eléctrica con medidor domiciliario y/o red cloacal). [3] En algunos barrios precarios de la región de LAC, se construyen puntos sanitarios para promover el lavado de las manos y se considera la utilización de los lavatorios de las escuelas, si éstas quedan dentro de un perimetro de cercanía del barrio. [4] Algunas lecciones aprendidas sugieren la importancia de enseñar ‘brazos de avion’ para distancia en pasillos y filas, y el lavado de manos fregando o “raspando” con jabón: [5] En los asentamientos informales, el 72% de NNyA (de 5 a 17 años) no cuenta con un celular propio y el 55% no suele usar internet, según Tuñon I., “(In)equidades en el ejercicio de los derechos de niñas y niño. Derechos humanos y sociales en el período 2010-2017”. Serie EDSA Agenda para la Equidad (2017-2025), Observatorio de la Deuda Social Argentina, (Fundación Universidad Católica Argentina, 2018). [6] INTAL, Compás millennial: la generación Y en la era de la integración 4.0, Ana Inés Basco, Marita Carballo; editoras. (Nota técnica del BID; 1283). Galperin, Hernan y Cruces, Guillermo y Greppi, Catrihel, Gender Interactions in Wage Bargaining: Evidence from an Online Field Experiment (2017). [7] Dinamarca es uno de ellos.


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Guadalupe Rojo

Guadalupe Rojo (@guadi_rojo) es doctora en Ciencia Política(Duke University), Magíster en Economía (Duke University) y en Estudios Latinoamericanos (Stanford University). Además de investigadora afiliada en el CEDH-Udesa, es profesora en la UTDT y consultora en temas de desarrollo social, mejoramiento de vivienda e integración socio-urbana.

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